24/9/07

Disculpe, ¿sexto sentido?



Anne Lebet
I

Aeropuerto de La Habana, Cuba. 14:47. Un oficial de migración. Dos tarjetas: una verde de entrada al país, otra blanca, de embarque, recién tirada a la basura. Una puerta corrediza. Cientos de ojos clavados en los que llegamos. Tres perros famélicos esperando detrás de los cientos de ojos. Varios pasos, varias manos que me suplican. Pañuelos rojos. Dos señales: una de entrada, otra de salida.

II

Tumbado sobre la toalla que me separa de la arena de la playa, con los ojos cubiertos por una camiseta, a mi espalda, escucho una voz “señor, una camisa, un pantalón” No entiendo bien qué me pide. “Señor, para usted es nada, para mí es necesario”. Sin levantarme estiro mis brazos y abro mi bolsa, busco con mis manos algo que entregarle a esta voz cuando él se adelanta y dice “las botas verdes”. No me levanto a buscarlas. Simplemente le digo, tómalas. “Gracias” Escucho sus pasos desaparecer al tiempo que volteo a verle, a la distancia se ve un muchacho joven, de manos tan grandes que hacen ruido al rozar el viento.

III

Me quedan tres días para abandonar la isla. Bajo el balcón de la casa donde duermo hay unos puestos de flores. El intenso olor me lleva a tomar las llaves. Desciendo por las escaleras, a la entrada del edificio una joven se dispone a abrir una carta recién extraída del buzón, antes de abrirla huele el reverso, a la altura del nombre del remitente. Abro la puerta del zaguán y observo a dos mujeres que compran rosas rojas en la acera de enfrente, una le hace gestos de rechazo ostensibles a la otra, la otra termina por ponerle las rosas en la nariz. Compran las rosas y se van sin decir palabra, satisfechas.

IV

Se ha reunido toda la familia del edificio donde he dormido estos días para despedirme con una cena:
-Laura, ¿A qué hora sales mañana a Cienfuegos? –pregunta la madre.
-Mañana no hay actividad, mamá –responde Laura cabizbaja.
-Entonces mañana no tenemos entrada de plata, ¿es así? -silencio- Pásale a él los buñuelos para que los pruebe –pide la madre.
Laura me entrega la bandeja con los buñuelos, los tomo, regresa su mano al pecho y dice.
-El sabor de estos buñuelos me recuerda a la vez que vino Andrés, el muchacho de Cienfuegos.
-¿Andrés? ¿Qué Andrés mi niña? El único Andrés que ha venido a comer buñuelos a casa es el esposo de tu hermana.

V

Con mi mano derecha arrastro el peso de mi maleta. Se abre la puerta corrediza del aeropuerto. Decenas de manos tocan mis extremidades. Alguien pone en mi hombro unas camisas de seda y repite “tuenti dolars, fiftín, onli fiftín for yu” La mano de una señora toma mi brazo y me hace arrastrar los pies hacia un lado del aeropuerto. “Siéntese señor, tengo algo para usted que le va a gustar, seguro que le va a gustar mucho” Me siento. Ella levanta una bolsa negra, de su interior toma mis botas verdes, muy bien cuidadas, sin mayor uso que cuando las entregué a aquel muchacho de manos grandes en la playa. “Tuenti dolars, fiftín, onli fiftín for yu” repite la señora.

VI

El sexto sentido debe habitar en nuestro interior y pudiera no ser necesario formularlo, bastaría con vivirlo, sentirlo a través del resto de los cinco sentidos que, intencionadamente, abandonamos por descubrir un sexto. Mismo que ya mora entre nosotros, en lo más profundo de nuestra naturaleza, ¿será por eso tan difícil encontrarlo?

[gráfica de Adriana García Gendrop, D.F., México]
[texto publicado en la revista Al Harafish, número 26, Sexto Sentido, Gran Canaria, Estado español]

23/9/07

Hijos putativos



La profesora interrumpe a los alumnos:
-¡Silencio!, silencio niños. Bueno, antes de terminar por hoy les aviso que el viernes es la tercera reunión con los padres. A las doce. Después de las clases.
Javier Tapia, de nueve años, amplía el arco de sus párpados a 360 grados. En el mismo segundo y mientras contiene la respiración escucha lo que tanto temía:
-Javier, a ver si avisas a tu mamá de una vez por todas que todavía no la he visto en una reunión.
El niño se levanta de la silla, aprieta el lápiz hasta enterrar la punta afilada en su dedo índice y cuando hace el gesto de contestar interviene un compañero:
-Sí, pro, pro, pro… fesora.
Estalla la carcajada colectiva en el salón de clases. La burla provoca que la garganta de Javier encoja, la última gota de saliva que reservaba para hablar se escurre en la oscuridad del esófago. Su naturaleza logra esconderse, su presencia no.
El compañero recibe castigo al ser tomado de la oreja por las inquietas manos de la profesora.
-¡Silencio, dije! No voy a permitir que continúen riéndose en clase de sus compañeros -mientras mira al grupo de niños sentados en la última fila-. ¿Entienden?
Tras las palabras de la educadora se acentúa el silencio. Javier toma asiento antes de perder la verticalidad al tiempo que la profesora se acerca a su mesa, coge el lápiz destrozado a diminutas mordidas y le insta a hablar:
-¿Entonces?
-Sí, pro, profesora, le, le aviso -se atraganta con la saliva-, mañana.
-No, Javier -interrumpe-. Mejor le llamamos en este momento. Ten seguro que si le hablamos viene.
Los tobillos de Javier golpean entre sí a razón de la propuesta que le hace su profesora, misma que se dirige a la puerta del salón y vocifera:
-¡Niños! Bajen con cuidado las escaleras que están los pasamanos recién pintados. ¡Que tengan un bonito día!
Acto seguido, como pistoletazo de fuego que diera la salida a una competición, los alumnos toman sus pertenencias, se las tiran entre ellos, las recogen, las vuelven a estrellar contra el cetrino mobiliario que a diario les amordaza para, finalmente, desaparecer del salón.
A la altura del quicio de la puerta quedan unas minas de lápiz hechas trizas. Las huellas de suela de zapato oscurecido por el carbón se repiten copiosamente desde la puerta del aula hasta el inicio de la escalera, sin duda, como marca de agua del hatajo. A todo esto, Javier se retrasa ante la imposibilidad de frenar el sudor a borbotones que le cae de la frente.
-Vamos a la Dirección, de allí llamamos a tu madre -Javier accede mientras mantiene con las manitas su frente intervenida, recién empapelada.
Al pié del teléfono.
-A ver, marca.
-Cinco, uno, uno -y entre un uno y el otro cierra los ojos-, tres, seis, cero, tres… ¿Mamá? -le sigue una pausa-. Te estoy lla, lla, lla… mando de la escuela. Ma, ma… ñana hay reunión con la, la profesora.
Segundos después Javier cuelga el teléfono, se apoya con las dos manos en la mesa y dice:
-Sí
-¿Qué te dijo?
-Sí, sí, sí.
-Pues muy bien, a casa que ya acabamos el día.
Javier termina de acomodar unas hojas sueltas del cuaderno en el interior de su mochila, introduce el lápiz destrozado a mordiscos y una diminuta piedra verde que no dejaba de manosear mientras hablaba con su madre. Se despide de la profesora y se va. Al irse, toma con la mano derecha la cerradura de la puerta que se abre por su lado izquierdo. La abre. Encima de la puerta se lee sobre un tablón rectangular de madera descantillada: Colegio Robert Koch. A un lado pende una chapa metálica con una leyenda ilegible que agoniza en forma de estrías herrumbres que caen buscando el suelo.
Javier llega a la última puerta antes de abandonar la escuela, toma el frío metal con su mano derecha aunque siente un calor progresivo que se introduce por esos mismos dedos. La directora del colegio, Pilar, destensa su mano, la de Javier y, por consiguiente, la puerta metálica:
-¿Por qué sales a estas horas Javier?
-Por el te, te… léfono.
-¿El teléfono? Pero si hace dos días que no tenemos línea. Por cierto, le diré al bedel que de hoy no puede pasar esa avería.

[próxima publicación en la revista Al Harafish, número 28, Santander/Gran Canaria, Estado español]