14/9/10

Ni ayer ni mañana (fragmento de novela)

David y Nora se conocieron en México durante el conflicto social que asoló la ciudad de Oaxaca en el año 2006. Él decidió viajar al sureño estado mexicano con la idea de realizar un vídeo documental. Ella había llegado unos meses antes para trabajar como voluntaria en una asociación de parteras tradicionales. El primer encuentro se produjo en medio de una nube de gases lacrimógenos en la conocida batalla de Todos Santos.
Ese mismo 2 de noviembre las fuerzas militares mexicanas, en un número cercano a seis mil, pretendían desalojar la Universidad Benito Juárez, hasta ese entonces ocupada por el pueblo sublevado.
A primera hora, la mancha de soldados se había concentrado en la rotonda de Cinco Señores, a escasos cien metros de la entrada a la Universidad. Desde aquella panóptica se divisaban cinco puntos de fuga, largas avenidas que se abrían como los dedos de la palma de una mano con un final borroso. Según la inteligencia militar aquél era el emplazamiento estratégico preferido como punto de partida para iniciar el duelo.
De cada una de las uñas de aquella figurada mano surgían profesoras, mecánicos, talabarteros, vendedores de agua embotellada, licenciadas, ingenieros, enfermeras y estudiantes armados con piedras, palos o hierros. Nada parecía acongojar a los militares tanto como los cánticos que provenían del pueblo con ritmos tan precisos como miles de diapasones dando un sólo tono. Las consignas proponían un “Lucha, lucha, lucha… no dejes de luchar, por un gobierno obrero, campesino y popular”, y seguían con “Va a caer, va a caer, Ulises va a caer”.
Los helicópteros galvanizados con las incrustaciones de las siglas doradas PFP aterrizaban en el centro de la rotonda para dejar munición y de paso mostrar que ellos eran inexpugnables, también en hacer ruido.
Tras la orden, las fuerzas militares embistieron como toros embravecidos hacia el interior de cada una de esas avenidas. Las tanquetas lanzaban agua a presión contra los primeros manifestantes mientras los soldados hacían lo mismo con las cápsulas de gases lacrimógenos. En un instante se alzó una capa gris de bromuro de bencilo entre los dos frentes. Daba la sensación de ser tan impenetrable como el más alto de los muros. De buenas a primeras cayeron sobre la primera fila de militares cientos de piedras, latas, hierros y botellas que volvían a frenar el arranque de los uniformados. Sobre el asfalto iban quedando como orcas varadas en la orilla algunos testigos del enfrentamiento. Los niños huían atenazados por los brazos de sus padres que parecían propulsados por el bombeo de varios corazones.
La lucha se había iniciado y los mensajes de teléfono con los caracteres batalla y Cinco Señores comenzaban a dispararse por toda la ciudad de Oaxaca.
Antes de mediodía David fue advertido de lo que se estaba librando en aquel sector universitario. Con la naturalidad de saberse en una ciudad sitiada aceleró la ingesta de los huevos a la mexicana y balanceó la estructura metálica que sostenía el garrafón para engullir un vaso de agua. Una vez lanzados los alimentos al fondo del estómago, tomó los tres pesos con cincuenta que le costaría el pasaje urbano, la batería extra, los filtros, la cantimplora, un sombrero y el peto con las siglas PRESS. Llegó a la parada del transporte urbano. No había nadie, ni tan siquiera estaba la señalización. Entendió que nuevamente se habría suspendido el transporte público y caminó por Heróico Colegio Militar en dirección al estadio de béisbol. Prolongó por la avenida Periférico hasta el edificio de Rectoría. Desde el lugar donde se encontraba oía el ruido vacuo de las explosiones lejanas que le recordaban los eructos de los animales tras hartarse. Se detuvo levemente a secarse el sudor que descendía por la sien. La irritación era creciente, sobre todo en párpados y garganta. Los primeros flujos de humanos le trajeron decibelios, voces que se volvían gritos y pasos que se transformaban en desesperadas carreras. Los siguientes en aparecer fueron heridos, niños y algunas personas mayores. Continuó avenida abajo hasta tropezar con el esqueleto de dos barricadas compuestas por carrocerías de coches abandonados, neumáticos, verjas, fierro herrumbroso y piedras. El punto de no retorno, pensó. Los más osados de la batalla estaban frente a sí. Según su lenguaje gestual planeaban estrategias con los rostros cubiertos por pedazos de tela que se deshacían como las colchas viejas que no sirven ni para trapo del polvo. Frente a las avanzadillas populares estaba una fila horizontal de tanquetas militares tratando de progresar al paso de una mascota adiestrada para morder. Cuarenta metros ente unos y otros. Detrás de los carros salían impulsados decenas de proyectiles de gas pimienta escupidos por una división de militares a pie. David se aproximaba al frente por entre los arbustos de la mediana arriesgándose a perder la verticalidad. Mientras cuadraba un plano con los militares avanzando sintió agua pulverizada sobre su brazo. Quedó impregnado por un líquido viscoso. Movió el plano hacia el envés atraído por el sonido metálico de las piezas de unos coches mientras eran arrastradas. Antes de que levantara el ojo de la lente ya se había cerrado la calle con una barricada que tomaba de un extremo al otro de la avenida. Continuó filmando a dos jóvenes que pedían paso detrás de la barricada en un autobús urbano. La ruta escrita en un cartón desvencijado sobre el parabrisas del transporte público anunciaba Hospital-1era Etapa. Un aviso. Se abrió el espacio necesario para que pasara el autobús mientras uno de los ocupantes animaba al otro. Tras rebuznar el motor a altas revoluciones enfiló contra la línea de militares que intentaban avanzar. Se apartaron y al volcarse el vehículo quedó recostado en el asfalto originando una barricada instantánea. David captó el momento de la salida desesperada del conductor kamikaze mientras los policías no le atinaban a golpear frenados por una lluvia de piedras. El empuje del ejército era notorio, enrabietados por las continuas embestidas que golpeaban una vez sí y otra también el desorden impuesto por los jefes superiores. Una nueva ofensiva con disparos de gases lacrimógenos obligó a David a recular unas decenas de metros. El frente popular devolvía los pequeños contenedores tóxicos siempre que caían a su alcance, los que no, eran cubiertos por una gruesa manta húmeda con el objeto de aminorar el efecto del gas. Situó el lente de la cámara a escasos metros de las vecinas que salían y entraban de las casas de la acera de la derecha. Entre ellas se repartían cubos colmados de agua y vinagre para paliar la picazón en los ojos. De repente los tanques se juntaron a centímetros para empujar las barricadas de una sola embestida. Los militares en la retaguardia progresaban cargados de ira. Los vecinos, desesperados, agitaban sus manos ofreciendo ayuda a los solidarios que huían de la primera línea. Conforme avanzaba la línea militar se iban cerrando las puertas de las casas contiguas. En una de ellas David encuadró a una joven gateando a tientas. Una señora le tiraba del brazo tratándola de sacar del campo de batalla en tanto la joven se tapaba la boca en un intento por impedir que le salieran empelidos los pulmones. David bajó la cámara y corrió hacia la escena. Consiguieron apartarla hasta una puerta semiabierta que cerró apresurada la señora tras la llegada de los tres. Le pidió a David que le suministrara a la joven un paño con agua y vinagre. El cubo con los líquidos estaba a un lado pero no la tela. Rompió su camiseta por uno de los laterales hasta conseguir un retazo. Decenas de golpes intentaron derribar la puerta metálica. El forcejeo de metales era ensordecedor. Los tres minimizaron la percutida del exterior tratando de introducirse en la cocina. Coincidieron los tres bajo la única cama. El corazón de David se había disparado en pulsaciones desmedidas. Desde el exterior arrearon unos golpes de gracia y desistieron de entrar. La joven pudo abrir los ojos, todavía de perfil, revelaba un aspecto pre rafaeliano: la nariz henchida y lo exageradamente cóncavo de sus ojos. Se repuso de la asfixia que le produjo el gas ingerido y abrazó a David con una mirada extraída del mayor de los abismos. Le preguntó si podía quedarse con el pedazo de tela. David respondió que sí y la joven enfiló a la puerta en espera de poder regresar a la batalla. Abrió la puerta y dejó la ranura suficiente para que unos guantes empujaran su garganta con fuerza. David gritó al tiempo que lanzó un garrafón de agua hacia la puerta. El golpe consiguió retroceder definitivamente al guante del militar. David pasó el hierro que cancelaba la puerta y regresó al interior con la joven. La señora sólo dejaba ver el talón de sus curtidos pies por el filo de la cama, empapada en su propia jaula de miedo no supo diferenciar qué sonidos venían del exterior de su casa y se mantuvo escondida, incluso, después de sentados sobre la cama la joven y David. La joven hundió su cabeza sobre la tesitura de la almohada. Rompió a llorar. David tomó de los brazos para consolarla. No era el momento. Siguió llorando hasta elevar todo su cuerpo sobre el colchón. David alentó a la señora para que saliera del fondo de su cama. Ciscada por un miedo cerval, la señora fue recuperando el ritmo de respiración. Salió al patio de la entrada. Abrió la puerta y salió corriendo. Detrás de ella salió la joven alcanzando a tirar el trozo de tela empapado en vinagre. David llegó a la altura de la puerta para evidenciar que los militares habían retrasado su posición hasta el crucero de Cinco Señores, el origen de la batalla.
A media tarde las tropas militares recibieron la orden de renunciar al asalto de la Universidad impotentes en su enfrentamiento callejero con el pueblo. Por más que avanzaran siempre quedaría su retaguardia al descubierto. Se trataba de una simple cuestión numérica. Una logística militar inoperante diseñada para amedrentar más que otra cosa. Era imposible borrar a los habitantes de sus calles. La línea de militares se retiraba hacia el acuartelamiento y tras sus pasos se fueron congregando decenas, cientos, miles de ciudadanos sudorosos, sangrantes, eufóricos en tanto celebraban la retirada. Una multitud de consignas populares retumbaban entre las paredes adyacentes al crucero, desde aquel momento se levantaría un monumento oral a la dignidad denominado la Victoria de Todos Santos.
Entre los gritos de júbilo corría la voz de que se reunirían en la explanada de la Universidad. Se pretendía un merecido reconocimiento a la lucha de los de abajo y vaya si lo consiguieron. De los linderos de la universidad fueron apareciendo coches cargados de vituallas que terminaban el trayecto bajo laureles y eucaliptos del campus. Habían situado unas pencas enormes repletas de arroz y frijoles. Mujeres y hombres ataviados con delantales iban rellenando los platos mientras entre las filas de los vencedores se repartían los víveres.
Empujado por la inercia popular, David atravesó la entrada al campus en pos de seguir con su registro de planos. Algunos grupos se dirigían hacía él y después de cerciorarse de que no trabajaba para alguna cadena nacional le pedían que los grabaran. Sentían tal orgullo por lo acontecido que intentaban retratar con todo tipo de gestos un momento sublime.
David decidió responder al gusanillo del hambre. Cambió de mano la cámara tras lo cual recibió un plato relleno de frijol, arroz y la mitad de un tamal. Algunos le ofrecían comer en sus grupos pero esta vez prefería disfrutar de los placeres de la comida en solitario, o a lo sumo con una mínima compañía. Encontró un laurel lo suficientemente frondoso. Arrastró una piedra hasta el tallo y se sentó. Comenzó a rellenar una tortilla con porciones de arroz y frijol. Le faltaba picante por lo que sin levantarse lo pidió a voces. El grupo que tenía detrás se abrió, de tal suerte que vio entre aquellos a la joven que había ayudado horas antes. Ella le llevó unos chiles y se sentó junto a él. Era la primera vez que se sonreían sin una batalla por medio. Supo que ella era de un pequeño pueblo suizo, impronunciable en aquel momento y que se llamaba Nora. Ella supo que él era asturiano, del pueblo costero de Llanes, nombre que le costó memorizar. Nora le habló a David de su enorme admiración por las parteras con las que trabajaba, reconoció en aquellas mujeres la herencia de un conocimiento milenario. David le confió su deseo de realizar un buen trabajo documental. Sin financiación más que sus propios ahorros, se volcaría en reflejar la fuerza de aquellos momentos con los elementos dramáticos que de por sí vertían los hechos.
No volvieron a coincidir hasta el día antes de la partida de David. Una semana después de la batalla de Todos Santos. Su reunión de despedida en el restaurante La Biznaga concentró a personas implicadas en la resistencia, entre ellas estaba Nora. En aquel postrero encuentro recordaron el día que se conocieron, la feroz agresividad recibida por la milicia mexicana, la agilidad para instalar una barricada en cuestión de segundos, la solidaridad de las señoras que salían de las puertas adyacentes a las batallas con cubos a medio llenar de agua con vinagre y trapos limpios. A medida que el mezcal irrumpía en el cerebro las articulaciones perdían rigidez y las pupilas se dilataban. Llegados al tramo de las aseveraciones concluyeron que lo más emocionante que vivieron fue darse a un movimiento social donde cada quien aportó desinteresadamente su grano de justicia. David confesó que aquel día sintió que el miedo, el sufrimiento y el horror había quemado algo en su interior. Nora compartió lo sentido y agregó que esperaba otra cosa: “que hubiera llegado la hora del gran desorden y que todo quedara así hasta el final de los tiempos”. David trató de colorear el anhelo de Nora e imaginó un mundo donde no habría policía ni escaparates ni “esto es mío y esto es tuyo” ni “hasta que la muerte nos separe”. Nora le cortó embebida en el intercambio de deseos para añadir que “sólo existiría el gran caos, una colosal nada en que la humanidad pasearía tranquilamente engullendo tamales”.
Sin el pesar de lo habitantes había algo de infernal y a la vez paradisíaco en la Oaxaca de aquellas semanas.
David y Nora se despertaron a la mañana siguiente entre los jirones de la misma sábana. Se habían dado cuenta de que nada había cambiado. Aquella vida diferente que tanto habían deseado no existía a su alrededor. Cuando se reanimaron y se frotaron los ojos siguieron planeando lo de antes, exactamente por donde lo habían dejado. Aquel epílogo les ayudó a extender un papel y anotar sus señas electrónicas, y según se despedían, unos besos anunciadores con sabor a mezcalina.

No hay comentarios: