La profesora interrumpe a los alumnos:
-¡Silencio!, silencio niños. Bueno, antes de terminar por hoy les aviso que el viernes es la tercera reunión con los padres. A las doce. Después de las clases.
Javier Tapia, de nueve años, amplía el arco de sus párpados a 360 grados. En el mismo segundo y mientras contiene la respiración escucha lo que tanto temía:
-Javier, a ver si avisas a tu mamá de una vez por todas que todavía no la he visto en una reunión.
El niño se levanta de la silla, aprieta el lápiz hasta enterrar la punta afilada en su dedo índice y cuando hace el gesto de contestar interviene un compañero:
-Sí, pro, pro, pro… fesora.
Estalla la carcajada colectiva en el salón de clases. La burla provoca que la garganta de Javier encoja, la última gota de saliva que reservaba para hablar se escurre en la oscuridad del esófago. Su naturaleza logra esconderse, su presencia no.
El compañero recibe castigo al ser tomado de la oreja por las inquietas manos de la profesora.
-¡Silencio, dije! No voy a permitir que continúen riéndose en clase de sus compañeros -mientras mira al grupo de niños sentados en la última fila-. ¿Entienden?
Tras las palabras de la educadora se acentúa el silencio. Javier toma asiento antes de perder la verticalidad al tiempo que la profesora se acerca a su mesa, coge el lápiz destrozado a diminutas mordidas y le insta a hablar:
-¿Entonces?
-Sí, pro, profesora, le, le aviso -se atraganta con la saliva-, mañana.
-No, Javier -interrumpe-. Mejor le llamamos en este momento. Ten seguro que si le hablamos viene.
Los tobillos de Javier golpean entre sí a razón de la propuesta que le hace su profesora, misma que se dirige a la puerta del salón y vocifera:
-¡Niños! Bajen con cuidado las escaleras que están los pasamanos recién pintados. ¡Que tengan un bonito día!
Acto seguido, como pistoletazo de fuego que diera la salida a una competición, los alumnos toman sus pertenencias, se las tiran entre ellos, las recogen, las vuelven a estrellar contra el cetrino mobiliario que a diario les amordaza para, finalmente, desaparecer del salón.
A la altura del quicio de la puerta quedan unas minas de lápiz hechas trizas. Las huellas de suela de zapato oscurecido por el carbón se repiten copiosamente desde la puerta del aula hasta el inicio de la escalera, sin duda, como marca de agua del hatajo. A todo esto, Javier se retrasa ante la imposibilidad de frenar el sudor a borbotones que le cae de la frente.
-Vamos a la Dirección, de allí llamamos a tu madre -Javier accede mientras mantiene con las manitas su frente intervenida, recién empapelada.
Al pié del teléfono.
-A ver, marca.
-Cinco, uno, uno -y entre un uno y el otro cierra los ojos-, tres, seis, cero, tres… ¿Mamá? -le sigue una pausa-. Te estoy lla, lla, lla… mando de la escuela. Ma, ma… ñana hay reunión con la, la profesora.
Segundos después Javier cuelga el teléfono, se apoya con las dos manos en la mesa y dice:
-Sí
-¿Qué te dijo?
-Sí, sí, sí.
-Pues muy bien, a casa que ya acabamos el día.
Javier termina de acomodar unas hojas sueltas del cuaderno en el interior de su mochila, introduce el lápiz destrozado a mordiscos y una diminuta piedra verde que no dejaba de manosear mientras hablaba con su madre. Se despide de la profesora y se va. Al irse, toma con la mano derecha la cerradura de la puerta que se abre por su lado izquierdo. La abre. Encima de la puerta se lee sobre un tablón rectangular de madera descantillada: Colegio Robert Koch. A un lado pende una chapa metálica con una leyenda ilegible que agoniza en forma de estrías herrumbres que caen buscando el suelo.
Javier llega a la última puerta antes de abandonar la escuela, toma el frío metal con su mano derecha aunque siente un calor progresivo que se introduce por esos mismos dedos. La directora del colegio, Pilar, destensa su mano, la de Javier y, por consiguiente, la puerta metálica:
-¿Por qué sales a estas horas Javier?
-Por el te, te… léfono.
-¿El teléfono? Pero si hace dos días que no tenemos línea. Por cierto, le diré al bedel que de hoy no puede pasar esa avería.
[próxima publicación en la revista Al Harafish, número 28, Santander/Gran Canaria, Estado español]
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