Anne Lebet
I
Aeropuerto de La Habana, Cuba. 14:47. Un oficial de migración. Dos tarjetas: una verde de entrada al país, otra blanca, de embarque, recién tirada a la basura. Una puerta corrediza. Cientos de ojos clavados en los que llegamos. Tres perros famélicos esperando detrás de los cientos de ojos. Varios pasos, varias manos que me suplican. Pañuelos rojos. Dos señales: una de entrada, otra de salida.
II
Tumbado sobre la toalla que me separa de la arena de la playa, con los ojos cubiertos por una camiseta, a mi espalda, escucho una voz “señor, una camisa, un pantalón” No entiendo bien qué me pide. “Señor, para usted es nada, para mí es necesario”. Sin levantarme estiro mis brazos y abro mi bolsa, busco con mis manos algo que entregarle a esta voz cuando él se adelanta y dice “las botas verdes”. No me levanto a buscarlas. Simplemente le digo, tómalas. “Gracias” Escucho sus pasos desaparecer al tiempo que volteo a verle, a la distancia se ve un muchacho joven, de manos tan grandes que hacen ruido al rozar el viento.
III
Me quedan tres días para abandonar la isla. Bajo el balcón de la casa donde duermo hay unos puestos de flores. El intenso olor me lleva a tomar las llaves. Desciendo por las escaleras, a la entrada del edificio una joven se dispone a abrir una carta recién extraída del buzón, antes de abrirla huele el reverso, a la altura del nombre del remitente. Abro la puerta del zaguán y observo a dos mujeres que compran rosas rojas en la acera de enfrente, una le hace gestos de rechazo ostensibles a la otra, la otra termina por ponerle las rosas en la nariz. Compran las rosas y se van sin decir palabra, satisfechas.
IV
Se ha reunido toda la familia del edificio donde he dormido estos días para despedirme con una cena:
-Laura, ¿A qué hora sales mañana a Cienfuegos? –pregunta la madre.
-Mañana no hay actividad, mamá –responde Laura cabizbaja.
-Entonces mañana no tenemos entrada de plata, ¿es así? -silencio- Pásale a él los buñuelos para que los pruebe –pide la madre.
Laura me entrega la bandeja con los buñuelos, los tomo, regresa su mano al pecho y dice.
-El sabor de estos buñuelos me recuerda a la vez que vino Andrés, el muchacho de Cienfuegos.
-¿Andrés? ¿Qué Andrés mi niña? El único Andrés que ha venido a comer buñuelos a casa es el esposo de tu hermana.
V
Con mi mano derecha arrastro el peso de mi maleta. Se abre la puerta corrediza del aeropuerto. Decenas de manos tocan mis extremidades. Alguien pone en mi hombro unas camisas de seda y repite “tuenti dolars, fiftín, onli fiftín for yu” La mano de una señora toma mi brazo y me hace arrastrar los pies hacia un lado del aeropuerto. “Siéntese señor, tengo algo para usted que le va a gustar, seguro que le va a gustar mucho” Me siento. Ella levanta una bolsa negra, de su interior toma mis botas verdes, muy bien cuidadas, sin mayor uso que cuando las entregué a aquel muchacho de manos grandes en la playa. “Tuenti dolars, fiftín, onli fiftín for yu” repite la señora.
VI
El sexto sentido debe habitar en nuestro interior y pudiera no ser necesario formularlo, bastaría con vivirlo, sentirlo a través del resto de los cinco sentidos que, intencionadamente, abandonamos por descubrir un sexto. Mismo que ya mora entre nosotros, en lo más profundo de nuestra naturaleza, ¿será por eso tan difícil encontrarlo?
[gráfica de Adriana García Gendrop, D.F., México]
[texto publicado en la revista Al Harafish, número 26, Sexto Sentido, Gran Canaria, Estado español]
[texto publicado en la revista Al Harafish, número 26, Sexto Sentido, Gran Canaria, Estado español]
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